desde el día en que pisé la ciudad. Caminan las calles, todas y cada una, cada uno de los barrios, parques y plazas. Andan, trabajan y descansan en todos los rincones, y a pesar de que los hay por miles no parecen llamar la atención de nadie. Nadie parece parar la vista en ellos.
Forman parte del mobiliario urbano de la ciudad, un mobiliario en constante movimiento, que se va desgastando con el paso del tiempo, pero que sigue cumpliendo su función, por supervivencia, por necesidad. Un mobiliario que nadie cuida, que solo debe realizar una tarea, mecánica, simple, que no merece ningún tipo de reconocimiento.
Los cartoneros son generalmente hombres, aunque también son mujeres, y en algunos casos, los más dolorosos, niños. Recogen todo tipo de materiales de las basuras: plásticos, metales, vidrios, y sobre todo cartones, que dan su nombre a esta profesión. Los recogen y los venden a empresas privadas, o a organismos gubernamentales, o a intermediarios, que las revenden a empresas para su reutilización en producción de nuevos materiales.
Los cartoneros son una parte muy importante de la gestión de residuos de la ciudad, y a pesar de ello no cuentan con una regularización laboral, y enfrentan desafíos como la inseguridad laboral, la estigmatización social, la exposición a sustancias tóxicas, así como la falta de acceso a servicios básicos.
Es un trabajo muy precarizado que realizan las personas que carecen de la posibilidad de acceder a otra fuente de ingresos. Es una respuesta popular al desempleo y la pobreza que se viven en tantas ciudades, y es un ejemplo muy claro de quienes se quedan en los márgenes del sistema, pero que desde el margen lo sostienen. Ejemplo de las personas que no están contempladas en ningún estado de bienestar, pero que producen para bienestar del Estado. Un Estado que ahora más que nunca parece declararle la guerra a la justicia social, a los derechos de los trabajadores. Un Estado que no ve a los cartoneros, a las cartoneras, a pesar de que ocupan todas y cada una de las calles.
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