Se termina la primera semana, lejos de casa, en la ciudad de Buenos Aires, que para mi resulta casi un país en sí misma. Ciudad de ritmo frenético, de actividad incesante, de cientos de colores, de millones de personas que viven su cotidianidad en un torbellino de movimiento. Soda Stereo la llama la Ciudad de la furia en su canción, y no puede ser más adecuado, «la furia».
La furia de los barrios tangueros, que bailan y cantan al ritmo de Gardel, que caminan al son de los «bandoneones», de los violines, del piano y el contrabajo. Que siente orgullo de sus raíces, de su tradición y su cultura. Que colorea las paredes de sus barrios, de San Telmo, de Almagro, de La Boca, de Boedo, haciendo que cada uno de ellos luzca como una ciudad diferente.
Una furia que tiene aspecto de mercadillos callejeros, repletos de fruta, de verduras, de artilugios de todo tipo que tantas personas migrantes venden para intentar ganar algo de «plata». Esa plata maldita que no cesa de estrangular al país, y que se ceba especialmente con las personas que migran.
Y una furia que estos días especialmente sale de la boca de la gente, en las plazas y en las calles, en la puerta del Congreso, donde se protesta contra los proyectos de ley del nuevo gobierno. En las paredes, repletas de pintadas políticas, en los barrios, donde se reúnen pequeñas asambleas de vecinos para las caceroladas. La furia del pueblo que sale a la calle, que se enfrenta a manos desnudas a la represión de la policía y del ejército, y que recibe los disparos en sus cuerpos, por aquello en lo que cree. La represión me produce odio, pero la resistencia me genera esperanza.
Aún me siento en aterrizaje, en descenso lento hacia el suelo, aún no me siento ubicado, estable, llegado. Pero siento que esta ciudad de furia me va a acoger con brazos abiertos, que me va a enseñar todos sus rincones, rincones coloridos y oscuros, de esperanza y de dolor, de cuidado, de cariño y de resistencia.
Empezando a caminar en Buenos Aires, silencioso y atento a todo lo que hay alrededor, con mucha alegría de estar pisando el empedrado de sus calles.
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