Manos oscuras, y llenas de arrugas,
Que mecen las telas al ritmo de las máquinas de coser,
que inundan la habitación con su sonar.
Manos oscuras que no cesan de trabajar,
y ojos que las acompañan, con la mirada fija.
Una lágrima brota, lagrimita, que rueda rostro abajo,
y le sigue otra, y le sigue otra., y otras tantas después.
Y es que en esta habitación, en medio de las maquinas ruidosas y alborotadoras, también suenan recuerdos.
Recuerdos de la casa, y del hijo, que allá se quedó.
Recuerdos de la fruta tropical y del gato,
recuerdos de la madre, del padre y del dolor,
del dolor de marchar de tu tierra, aquella donde fuiste feliz.
El dolor de atravesar fronteras, de alejarse del calor de un hogar,
de tener que huir del rinconcito del mundo que es conocido,
empujado por el miedo, por el sufrimiento.
Un dolor que yo no puedo imaginar siquiera,
porque nunca me ha tocado saltar las concertinas,
ni se lo que se siente cuando una madre se queda atrás,
o cuando un amigo muere en el camino.
Mientras las mujeres del taller cosen, cuentan historias.
Y yo escucho en silencio, con una sonrisa en la cara,
pero con mucho dolor en el pecho,
y las lágrimas al borde de mis ojos, al borde de inundarlo todo.
Me fijo en sus manos, que trabajan sin cesar a pesar de todo,
de lo que han visto sus ojos, de lo que ellas han sentido,
a pesar de sus lágrimas, a pesar de las mías.
Y es que creo que ni todo el alambre, ni todas las concertinas del mundo,
ni todo el odio, ni toda la rabia,
ni toda la fuerza puede extinguir la resistencia de estas manos,
de estas manos migrantes, que puntada a puntada van cosiendo el mundo,
regalando a la vida una ternura y un cariño que de ella no han recibido.
A los millones de manos migrantes.
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